miércoles, 8 de septiembre de 2010

EN UNA ESTACIÓN DE AUTOBUSES.

Es increíble lo lento que pasa el tiempo en una estación de autobuses. No tenía dinero para volver en avión o tren y no quedaban billetes libres hasta las 13 horas, una menos en Canarias, una más en Saint Germain. Me senté a ver la vida pasar. Una revista vanidosa en mis manos y un teléfono que se había convertido esos días en una prolongación de mi cuerpo. Llegó ella, con una maleta enorme, como si llevara toda su vida en ella. Se sentó frente a mí. "Estoy bien, Jose. Claro que estoy bien... y tú seguro que estarás mejor". Era mentira, era evidente que era mentira. Aunque la voz era la de una mujer segura, su aspecto era frágil como el de una mujer de cristal. Levanté un poco más la mirada y pude confirmar que el charco de agua que había en el suelo no era producto de su incontinencia renal. Doscientas cinco mil lágrimas habían salido de sus ojos y se precipitaban contra el suelo a la velocidad de la luz. Parecía que se iba a desintegrar de tanto llorar. Había colgado su teléfono. El cerco que las lágrimas dejaban en su cara encendía aún más el color herido de su piel. Sin duda alguna, la herida estaba abierta, bien abierta. Me miró. Abrió un sandwich y me dijo: "Quieres". A lo que contesté:"Ahora mismo no puedo tragar bocado". "Yo tampoco", cogió su maleta y se fue. El charco de lágrimas seguía frente a mí, amenzante. A lo lejos, ella bebía agua de una botella de litro y medio como si tuviera toda la sed del mundo y ni todos loa mares, los lagos, los ríos, los océanos pudieran saciársela. Se había vaciado demasiado con tanta lágrima. Y yo me quejaba porque no estaba lo suficientemente lleno, aún así no quise probar bocado, no quería alimentarme más. Quería dejar hueco para mi llegada a la ciudad, pero aún así me quedaban cientos de minutos hasta que pudiera coger el autobús que me separaba seis horas de mi destino. Había que seguir esperando.

Me angustia esperar. No me gustan las estaciones de trenes, de autobuses, los aeropuertos, las colas del médico, las del DNI, las del pasaporte, las esperas en general, odio esperar, me angustia, porque tengo la sensación de que toda mi vida ha sido un esperar constante. Sí, llevo toda mi vida esperando. Aunque decidas tomar las riendas y coger ese coche, ese tren o simplemente decidas ir andando, cruzas todas las avenidas que tienes que cruzar, todas las autopistas que tienes que andar y te encuentras otra vez en otras avenidas, que vuelves a recorrer desde el número uno en la acera de los impares hasta el número doscientos en la acera de los pares. Cuando parece que vas a llegar, que te queda poco para llegar a donde llevas queriendo llegar desde hace años, te encuentras un semáforo, un maldito semáforo rojo, un puto semáforo en rojo que te hace esperar otra vez, cinco minutos más y parece que tu destino no llega nunca. Odio las esperas, me angustian las esperas. Aún así, soy feliz, hoy puedo decir que soy un tío feliz. Es lo que tiene ser un ser humano cualquiera, que puedes pasar de la soledad al tumulto, de la risa al llanto, en cerocomados, y, aún así, puedes decir: Hoy soy un tío feliz.

El tren con salida Vigo va a efectuar su salida en el anden cincuenta. Y ella salió corriendo como si no hubiera mañana. Antes miró. Sonrió. Me dijo adiós con la mano. Yo no recuedo si le devolí la despedida o no. Ella necesitaba que alguien se despidiera de ella en esa maldita ciudad. Yo necesitaba que alguien me recogiera a mi llegada en otra maldita ciudad. Ella dormirá sola esta noche. Yo espero no hacerlo. Y una vez despierte, volveré a tomar el camino, hasta que otro semáforo se me ponga por delante. Lo que los semáforos no saben es que llevo días entrenando para eliminarlos con el solo soplido de mis pulmones. Un superhéroe se está gestando dentro de mí.

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