viernes, 9 de abril de 2010

EN LA SALA DE ESPERA

No hace mucho tuve que ir al dentista, porque la otra noche, cuando quedé con mi amiga Norra y todos su ecuaces en La Grande, una cervecería de Triana que por un euro te ponen una cerveza y tres gambas, se me clavó algo en la encía, no sabría decir bien el qué. El tema es que cada vez lo tenía más clavado, era entre molar y molar, a una profundidad imposible para ver bien qué era y eso que yo soy de abrir bien la boca y la puedo mantener bien abierta mucho tiempo sin cansarme. El tema es que no podía prácticamente hablar del dolor y la inflamación, estaba a punto de la muerte, del suicidio, era un no parar de doler, cada vez más hondo, cada vez más profundo. No sé si alguna vez se te ha clavado una espina de pescado en la garganta, a mí sí y a mi hermana también, fue tan espectácular cómo se le clavó a mi hermana con tan sólo ochco años, que mis padres, en ausencia de cámara de vídeo, decidieron grabarlo todo con un magnetofón en una cinta. La cual mi madre guarda en el cajón de su cómoda con un letrero que dice "La espina de Desiree", un buen título para una novela, algún día la escribiré.

Lo que me había clavado, que no sabía bien que era, me estaba produciendo la muerte cerebral tanto que fijaos lo que estoy escribiendo hoy, una necesidad enferma me hace dirigirme a ustedes en estos términos. No podía más, ni ibuprofeno, ni voltaren, ni optalidom, ni aspirina de toda la vida, ni prozac si quiera, podían calmar el dolor, no ya sólo físico, sino interno, un dolor interno tan desemesurado que ocupaba ya toda la boca, corría por el cuello y casi bajaba al pecho, un poco a la derecha de lo que es mismamente el corazón. Salí a la calle sin peinarme si quiera, me puse unas gafas de sol enormes, muy "pantojiles" en honor a mi Sorella y me fui al dentista, un argentino amigo de una amiga de mi hermana, la de la espina de pesacado en la garganta, que no sé muy bien si es dentista o psicoanalista, pero no porque sea argentino, sino por la cantidad de tiempo que me tuvo esperando en la sala de espera mientras la paciente que estaba antes que un servidor le contaba toda su vida, que me enteré yo -no porque pusiera la oreja, sino porque la mujer y el argentino hablaban muy alto- que se iba a separar, el dentista no, la mujer. Y claro, la pobre se quería poner una dentadura nueva porque volvía a salir al mercado, que si ella tenía que ir a la Holiday, una discoteca muy mona, dice ella, que hay en la calle Jesús del Gran Poder, que el dentista conocía, cosa que me hizo pensar qué tipo deamigos tiene mi hermana, la de la espina de pesacado, sí, la misma, no tengo otra; tedría que ir mona. Después vino otra señora que se sentó al lado de un señor con bigote que tenía frente a mí y que le llamaron al móvil un par de veces, mientras la paciente que estaba dentro le contaba al dentista qué tipo de dentadura quería exactamente, una mezcla entre la de Lola Herrera y la de Mariló Montero, que por lo visto no es postiza, pero es una dentadura preciosa. El hombre del bigote, cada vez que cogía el móvil le decía a su intelocutor telefónico "¡Cómo no las vendas me muero!". Se ve que el hombre que se moría como no vendiera lo que tenía que vender y la última señora que llegó, con los pies muy hinchados por cierto, se conocían de algo:
SEÑOR CON BOGOTE: ¿Cómo está su madre?
MUJER DE PIES HINCHADOS: Como siempre. Ahora dice que quiere morirse, lo dice a todas horas, a lo que yo le digo que si quiere morirse que se tire por el balcón.
SEÑOR CON BIGOTE: ¿Y ella qué te responde?
MUJER DE PIES HINCHADOS: Que eso no es morirse, es matarse. Y que ella quiere una muerte digna.
SEÑOR CON BIGOTE: ¡Qué verdad tiene!
MUJER DE PIES HINCHADOS: Ya ves. Todos tenemos derecho a morir como queramos y si ella no quiere morir aplastada contra la acera, tiene su derecho.
SEÑOR CON BIGOTE: Ya.

Se hizo el silencio. Entonces pensé que seguramente esa mujer, de la que hablaba la de los pies hinchados, tendría más razones para querer morirse que la de un servidor, que simplemente le dolía la boca una barbaridad, que la del hombre del bigote y que la que estaba dentro con el dentista. La imaginé en su casa, esperando la hora, la hora de su muerte digna, mirando el reloj, deseando morir cada hora, cada minuto, cada segundo. Y la hora no llegaba. Una agonía desesperante, una salud de hierro, pero demasiados años como para querer seguir viviendo. Ya lo había vivido todo, ahora simplemente quería morir, no matarse. Derecho a una muerte digna. El motor de una sierra eléctrica sonó. Se ve que el argentino dejó su faceta de psicólogo y se dispuso a trabajar la dentadura de la mujer que se iba a separar. El silencio seguía en la sala de espera, como el silencio de un velatorio, de un ambiente mortuorio. Hasta me entraron ganas de rezar un Ave María, pero hace tanto tiempo que no lo hago que se me ha olvidado cómo empezaba. El tiempo pasó. El tiempo cesó. El dentista me quitó el pelo de una gamba clavado a mala leche. El dolor se me fue. Me tiré a la calle. Un señor, en plena Torneo sin paso de cebra alguno, se tiró también a la calle, en plancha. Estaría tan desesperado que no quiso esperar su hora. ¿Cuántos pelos de gamba no tendría clavados en el alma como para decidir finalmente que él no quería morirse, que él lo que quería era matarse?

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