"Hace tiempo que no voy al teatro, uno de los grandes placeres de la vida", dice Antoñita. En mi caso, hace tiempo que ir al teatro no se convierte en uno de esos pocos placeres de la vida y en esta ocasión lo fue. Es un placer asistir como público a "Esta no es la historia de Antoñita la fantástica", una obra de Verónica Rodriguez e interpretada por una sublime Gina Escánez.
La historia de Antoñita sabe a "sardina con pan", sabe rico por tanto, sabe bonito, porque bonito es que te canten una canción bajito al oído y esta es una función que se hace bajito, al oído, en la intimidad. Un homenaje a la imaginación, a la radio, a la soledad femenina, al deseo de ser. Gina Escanez se mueve a la perfección por un espacio construido para la función a base de retales, un espacio que se convierte en la luna, en París, en África. Antoñita viaja y viajamos con ella, hasta conseguir el "nobel de la paz", un nobel merecidísimo, porque Antoñita está hecha desde el corazón y el teatro, como dice el maestro Colombaioni, se hace desde el corazón. Es de esas obras que no te arranca una carcajada, que no te hace llorar a chorro, pero te dibuja una sonrisa en los pulmones, en los ojos, en los pies.
Gina Escánez, que ya la hemos visto en otras ocasiones, como en "La vida es sueño" de Calderón, montada, no sé si acertadamente, por la Compañía de Teatro Clásico de Sevilla, gusta cada día más y me atrevo a decir que será punto de referencia de la escena sevillana, por su maestría, y digo bien, en el hacer y en el decir. Y Verónica Rodriguez, una de las pocas directoras de escena de Sevilla, con una voz más allá de lo femenino, del género, nos presenta un montaje maduro, cuidado, sabe lo que quiere decir, sabe cómo quiere decirlo.
Se agradece que se hagan estos montajes en Sevilla, en una sala íntima, La Sala El Cachorro, con poquita gente, sólo la actriz y el público, sólo el público y la actriz. Un montaje muy explícito en crítica y poesía, con una pensamiento de típica izquierda entre sus puntadas, un discurso que a veces deja al personaje a un lado y habla la actriz, habla la directora, pero no importa, no chirria, porque todo está cosido con mimo, retal a retal, dobladillo a dobladillo, botón a botón.
Si algo no debería destacar, porque es, si acaso, lo que hace que el espectáculo cojee un poco, es el encorsamiento que provoca el espacio sonoro diseñado para la función, pues la estructuración de la misma se hace sobre él. Está tan sumamente milimetrado que no permite a la actriz un ritmo libre, que vaya acorde con el pulso que desde el escenario se debe hacer cada noche al espectador. Y si algo enamora del monetje es la buena utilización de los códigos del buen teatro infantil, para contar, como ya hemos dicho antes, una historia hecha con el corazón. Yo disfruté los 7o minutos de función como un niño y me puse en pie en el aplauso, porque la ocasión lo merecía.
Todavía hay días para disfrutar de Antoñita y que hayan muchos más.
sábado, 26 de diciembre de 2009
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